No olvidaré mi primer día de colegio. En el camino de ida, dándome la mano, mi querida tata María me advirtió: “Vendrás aquí todos los días. Aunque llueva, aunque nieve, aunque sople el viento y tengas frío.” Me imaginé a mí misma desafiando tormentas y vendavales. Me asusté. Su voz sonaba dura, igual que mis padres al decir: “tengo trabajo”, y eso significaba que no podíamos jugar juntos. El colegio era un deber, y además te mandaban deberes.
Tiempo después, me sorprendió descubrir que la palabra “escuela” viene del
griego “scholé”, que significa “ocio”. Los griegos pensaban que las horas de estudio son tiempo de
recreo para uno mismo, frente al trabajo, que te pone al servicio de un amo o
del dinero. Aristóteles escribió: “En el
principio de toda buena acción, está el ocio”, o sea, la
educación y la cultura. Sócrates fue un gran ocioso del pensamiento. Merodeaba por el ágora y las calles, tratando de convencer a los atenienses para
que interrumpieran sus tareas y se demorasen en conversaciones. Encarnaba un
ideal antiguo: dedicar el tiempo libre a la amistad, al diálogo entre el
maestro y sus discípulos y a la discusión intelectual. Cubiertas las
necesidades básicas de la vida, la siguiente conquista social es el aprendizaje
y el saber. Esta es la lección de los griegos: la escuela, aunque sea
obligatoria, nos hace libres.
(Irene Vallejo)
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