Son míos porque algo me dicen. Porque me conmueven de algún modo. Porque me afectan. Porque me aluden. Porque me implican. Porque me explican. Porque me inquietan o me intrigan. Porque me divierten. Porque, desde la primera lectura, los sentí cercanos y eso ha hecho que acabe sintiéndolos propios. Porque a fuerza de releerlos los memoricé sin esfuerzo y los tengo clavados en el lóbulo temporal. Son míos porque son parte de mí.
Como
estos cuatro versos de Yo voy soñando
caminos de Antonio Machado. Debí de leerlo por primera vez en la escuela
–gracias, maestro- y lo que me gustó inmediatamente, sin poder explicarlo
entonces, es el juego con las palabras, la poderosa presencia de los verbos,
cinco en tan breve espacio: los usos pronominales, el metafórico “serpea”…, la
rima abrazada –rece, ea, ea, rece- de la redondilla, y la inquietante sensación
del camino que se difumina y se borra, y que “blanquea” por contraste con los
campos oscurecidos de pinos y encinas en el horizonte anochecido. Me gusta
porque no es más que un poema que mira el atardecer, y porque es todo un poema
que resume la sensación del ocaso de una vida, cualquier vida:
La tarde más se obscurece
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.
Antonio Machado: Yo voy soñando caminos
(poema escrito en 1906, esta edición: Nórdica, 2020)
"Yo voy soñando caminos" (lee: Manolo Malvado)
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